Veintitrés
Cuando mi marido murió, la soledad se hizo carne en mí y caí en una profunda depresión. A la mansión de Las Heras la dejé a cargo de mi sobrina nieta, rubita ella, y me fui a vivir a la casa de campo que, con mi esposo, habíamos mandado a construir unos 40 kilómetros más allá del mástil verde pasto que señalaba el comienzo, o el fin, de aquella ciudad. Había decidido vivir con la menor cantidad de dinero, austeridad pura se podría decir, tan poca que me había autodeclarado pobre; la vida ya me había brindado mucho y la felicidad que mi esposo me había ofrecido ya jamás regresaría.
En los primeros años, mi viudez no me soportaba y yo tampoco a ella. Me dedicaba entonces a limpiar cada uno de los recovecos de la vieja casa para poder pasar el tiempo: los días eran eternos y las noches pasaban tan silenciosas que hasta el tic tac del reloj hacía eco en las paredes.
Por las mañanas me dedicaba a las tareas del hogar: en una esquina del extenso parque había plantado semillas para autoabastecerme de frutas y verduras, por lo que por la tarde debía envasar las conservas obtenidas de la huerta; luego, martillaba los clavos salidos de las maderas de los diferentes muebles que, de tan poco uso, estaban también oxidados y después, me dedicaba a guardar cada libro que sacaba de la caja que había quedado de la mudanza en una biblioteca que, con mucho esfuerzo y tiempo, había reparado. Más tarde cocinaba, daba de comer a mis veintitrés gatos (cada uno tenía una chapita colgada del cuello con un número que lo identificaba) y, luego de darme un baño caliente, leía los libros que acomodaba, sentada en el sillón.
De vez en cuando, tal vez dos o tres veces por semana, recibía a Alberto, un cartero de unos diez años menor que yo, que se encargaba de las compras, los mandados y las tareas pesadas, como cortar la leña o limpiar el camino. A los tres meses del accidente de Leopoldo, me trajo todas sus pertenencias y ropas que habían quedado en la mansión, junto con el whisky que a él tanto le gustaba. Leo traía una botella de cada lugar al que viajaba, con el objetivo de agasajar a nuestros amigos en las reuniones que hacíamos todos los viernes, y yo las coleccionaba sobre una repisa en la sala de estar.
Habían pasado seis años del accidente de mi esposo cuando una noche fría y ventosa, en la que leía sentada al lado del hogar, justo cuando el gato Dieciséis me daba un lamido en la frente, tocaron la puerta: un hombre de traje y corbata, un poco despeinado, con olor fuerte y ojos perdidos, mientras se sostenía del marco de la puerta para no caerse, me pidió el teléfono para poder llamar un taxi. La señal de teléfono no llegaba hasta allí y la luz se había cortado por tanta ventisca, por lo que se me ocurrió ofrecerle un vaso de whisky y una frazada para que se calentara.
Era un hombre amable y no supo rechazarme la bebida, así tampoco la estadía por esa noche. Era mago, me había contado, y, volviendo en un auto con dos ebrios desconocidos del casamiento a donde había ido a presentarse, se había perdido en el bosque al bajarse de ese peligro inminente que lo conducía hasta Mendoza.
Conversamos hasta tan tarde de política, religión y literatura que por poco se queda dormido en el sillón. Me agradaba, en algunos rasgos hasta me hacía recordar a mi Leopoldo.
Lo conduje hacia el piso de arriba, en donde el olor a polvo abombaba, y le enseñé la habitación de huéspedes y la localización del baño por cualquier cosa que necesitara. Luego descendí las escaleras y me recosté en el sillón para continuar leyendo hasta que el sueño me venciera. Todavía no conseguía dormir bien por las noches: a veces me despertaba con algún libro en la mano y Diecinueve o Veinte recostado a mi lado, por lo que debía subir casi dormida a mi dormitorio y acostarme en la cama para intentar conciliar el sueño nuevamente.
Por la mañana desperté antes que él y, como Alberto había traído las compras hacía un par de días, pude servirle el desayuno que, al parecer, estaba delicioso.
Cuando terminó de devorar las tostadas se acordó que tenía que continuar su marcha, pues tenía programada una serie de presentaciones en diversos puebluchos de San Juan. Corrió a buscar su abrigo y con un gran abrazo, un tanto confianzudo, se despidió de mí. No sólo me dejó perpleja con su accionar, sino que esa demostración de cariño fue la causa que me impulsó a enseñarle, antes de su partida, mi secreto mejor guardado; ni Alfredo conocía semejante cuestión y yo estaba a punto de revelársela al primer buen hombre que se dignaba a visitarme. ¿Qué pensaría mi Leopoldo?
Acompáñeme un segundito antes de irse, queridito –y lo agarré del brazo para que me siguiera– prométame que esto no se lo contará a nadie.
Él miraba atónito para todos lados, expectante, sin decir siquiera una palabra.
– Usted ayer me habló de un olor particular que sentía aquí adentro y, debo confesarle, no sólo es parte del encierro acumulado durante años. Se habrá dado cuenta, además, que mi cocina es bastante rústica y que cuento con unos pocos muebles antiguos, de no ser por este precioso congelador que se encuentra enfrente a usted.
Mientras él aguardaba ansioso detrás de mí, de tal manera que le sentía el calor de la respiración en mi oreja izquierda, abrí la puerta del electrodoméstico. Estaban ahí ellos, esperándome dentro del congelador, mis sesenta y siete mininos apilados, uno sobre otro, producto de la baja temperatura, como si nunca los hubiera abandonado.
No puedo definir con mejores palabras cómo la cara del mago alternaba su expresión en menos de un segundo, cómo se iba desfigurando de a poco, cómo los ojos se le salían para afuera, se cruzaban hacia adentro y luego se le iban hacia atrás y cómo la boca se abría y cerraba de manera descontrolada. Cuando las mejillas color rubí se tornaron cada vez más pálidas, mi huésped de honor cayó al piso sin amortiguar el golpe.
Los gatos encimados vivían conmigo, no me dejaban nunca sola, eran muy importantes para mí y, lo más rescatable, no tenían necesidad vital alguna, por lo que no tenía que destinarle parte de mi economía a su sustento.
Cuando me mudé, una de las pocas cosas que trasladé desde la ciudad fue el congelador. Hasta había mandado a encintar su puerta para que no se abriera con el ajetreo del viaje. Mi mayor miedo era que se perdiera la cadena de frío que mantenía con espíritu a mis amadas mascotas, por lo que debí encargar el más eficaz servicio de traslados.
No entendía esta vieja el motivo de la sorpresa y deslumbramiento del joven mago; lo más normal es que los amigos nunca se dejaran y los míos estaban allí, como siempre, aguardando el saludo matutino que todas las mañanas, al levantarme, yo les brindaba amablemente. Tenía entonces veintitrés vivitos y sesenta y siete del otro lado, uno por cada año de vida que mi Leopoldo debería poseer. Él amaba los gatos, también los pájaros, mas no podíamos tener aves porque los felinos las atrapaban, desplumaban y masticaban en un santiamén.
Cuando mi visitante ya repuesto recuperó color, fuerzas y sentido de la ubicación, apuró a marcharse; daba la impresión de no querer saber más información. Es más, ya estaba adentrándose en el bosque cuando gritó:
– ¡Debe limpiar las escaleras, Señora Josefina, están un poco lúbricas las barandas y casi me caigo al bajar!
Su comentario había sido poco feliz. ¿No notaba acaso mi melancólica soledad y los años que yo portaba? Había sido bastante hospitalaria con él como para que me vomitara con semejante imperativo y fuera así de maleducado… ¡Después de todo lo que yo había hecho por él! ¡Hasta le había revelado mi mayor secreto!
– ¡Se lo comentaré a Alfredo! –alcancé a responderle. Ya no lograba verlo, el día estaba nublado y con la cantidad de árboles los rayos de luz no llegaban al suelo. Tal vez encuentre el camino para volver a la ruta, tal vez regrese porque caminó en círculo o, tal vez, se le cruce un gato negro, uno de esos que traen mala suerte.
Trabajo final de narración. 1er cuatrimestre 2012.