La caja negra
La abuela había prometido llevarme a un lugar nuevo. “Te va a encantar”, había dicho. Después de tomar la leche chocolatada como todas las tardes, me abrigó y me subió al auto azul, que tantos recuerdos nos traía.
Recuerdo que hacía frío, nada más.
Llegamos. El olor a pochoclo envolvía el ambiente; muchos chicos jugaban y se divertían con sus antenas o espadas que hacían luces mientras que madres, tías y abuelas desesperadas hacían largas colas.
Yo, sorprendida, sólo quería saber qué era lo que había más allá de la puerta por la que todos esperaban entrar, en donde un señor, del otro lado, cortaba un papelito por la mitad.
Ahí, todos sentados, aplaudían. ¿Festejaban algún cumpleaños?
La abuela le dio unas monedas al señor de traje que nos acompañó hasta el lugar que nos correspondía, y él le devolvió una revista chiquitita que ella se guardó en la cartera después de leerla.
-¿Y esa caja negra? –contó mamá que pregunté.
El clima de júbilo me sobrepasaba, creo que mi sonrisa nunca se debe haber borrado de mi cara. Estaban todos sentados, aplaudiendo, agitando sus antenitas de luces, saltando en esos sillones tan particulares puestos en fila, comiendo confites, pochoclos y chocolates cuando las luces se apagaron.
La agarré a mi abuela con una mano y a mi mamá con la otra, sonreí cuando la música empezó a sonar y la caja negra tomó color.
Desde ese día, en el que tenía dos años, nunca más dejé de ir al teatro.
La abuela había prometido llevarme a un lugar nuevo. “Te va a encantar”, había dicho. Después de tomar la leche chocolatada como todas las tardes, me abrigó y me subió al auto azul, que tantos recuerdos nos traía.
Recuerdo que hacía frío, nada más.
Llegamos. El olor a pochoclo envolvía el ambiente; muchos chicos jugaban y se divertían con sus antenas o espadas que hacían luces mientras que madres, tías y abuelas desesperadas hacían largas colas.
Yo, sorprendida, sólo quería saber qué era lo que había más allá de la puerta por la que todos esperaban entrar, en donde un señor, del otro lado, cortaba un papelito por la mitad.
Ahí, todos sentados, aplaudían. ¿Festejaban algún cumpleaños?
La abuela le dio unas monedas al señor de traje que nos acompañó hasta el lugar que nos correspondía, y él le devolvió una revista chiquitita que ella se guardó en la cartera después de leerla.
-¿Y esa caja negra? –contó mamá que pregunté.
El clima de júbilo me sobrepasaba, creo que mi sonrisa nunca se debe haber borrado de mi cara. Estaban todos sentados, aplaudiendo, agitando sus antenitas de luces, saltando en esos sillones tan particulares puestos en fila, comiendo confites, pochoclos y chocolates cuando las luces se apagaron.
La agarré a mi abuela con una mano y a mi mamá con la otra, sonreí cuando la música empezó a sonar y la caja negra tomó color.
Desde ese día, en el que tenía dos años, nunca más dejé de ir al teatro.
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